Desde que existe, la fotografía ha mantenido una estrecha relación con la muerte.
Lo era así cuando los tiempos de exposición debían ser tan lentos que los únicos modelos posibles para los retratos eran los difuntos y lo siguió siendo mucho tiempo después, cuando las películas eran más rápidas pero en las familias había quedado arraigada la costumbre de fotografiar a los que fallecían, aunque sólo fuera porque la fotografía no resultaba accesible a casi nadie, la mayoría de las personas no habían tenido ocasión de ser fotografiadas en vida, por lo que la familia prefería guardar el testimonio fotográfico del familiar fallecido antes que no guardar ninguno.
La relación entre fotografía y muerte se estrechó cuando nació el fotoperiodismo. Los fotográfos comenzaron a tomar sus fotografías acompañados por la muerte, en ocasiones fotografiando a víctimas mortales de los conflictos que visitaban, otras veces captando la muerte en el momento de producirse, y de esto existen ejemplos gloriosos como la muerte de un miliciano español retratada por Robert Capa, aquella en la que el jefe de policía sudvietnamita Nguyen Ngoc Loan dispara a un hombre joven sospechoso de ser un soldado del Viet Kong tomada por Eddie Adams o las imágenes del atentado contra J. F. Kennedy que captaron el momento exacto de su muerte. Son por desgracia muchas y muy famosas.
Pero sucede que el fotógrafo en ocasiones ignora que la muerte de su modelo es algo inminente. Todas las grandes personalidades de la política, la cultura o cualquier otro ámbito meritorio de celebridad están siempre en el punto de mira de alguna cámara, por lo tanto la galería de últimas fotos tomadas a todos ellos es interminable y de un gran interés. Basta con indagar en internet para encontrarse con artículos que las recopilan.
Acostumbran a ser instantáneas, muchas veces de dudosa calidad como la última foto de Elvis Presley, la de Albert Einstein o la de Lady Di, pero en ocasiones algunos fotógrafos han tenido ocasión de fotografiar a personas cuya muerte estaba cerca sin las prisas del periodismo gráfico, con el detenimiento y la intimidad que proporciona una sesión de retratos para alguna publicación.
En esta relación entre la fotografía y la muerte me quiero detener comentando dos casos célebres. Son diferentes épocas y muy diferentes situaciones pero tienen en común que lo que habría sido una sesión fotográfica casi rutinaria se convirtió en un testamento visual involuntario, en una despedida del fotografiado de la vida mortal para entrar en la vida eterna que conceden las fotografías.
Bert Stern sospechaba que el encargo que había recibido en julio de 1962 por parte de la revista Vogue sería decisivo en su carrera, pero entonces no podía imaginar hasta que extremo.
La revista Vogue debía su prestigio a la alta calidad de sus contenidos, desde luego, pero también a que iba dirigida a un público perteneciente a una élite, con un estatus social suficientemente elevado como para que hasta el momento hubiesen prescindido de mostrar en la revista fotografías de Marilyn Monroe. Ella era la estrella absoluta del momento, pero los orígenes humildes de Norma Jean y su condición de hija ilegítima habían hecho que Vogue no se interesara por ella pues no tenía nada que ver con el público al que la revista iba destinada. Pero en aquellos años Marilyn Monroe era América, y Vogue no podía prescindir de incluirla en sus páginas.
Bert Stern era por entonces uno de los fotógrafos mejor pagados de New York gracias a unas fotos que había hecho para Smirnof, a pesar de ellos aún no tenía un nombre, la fama deseada. Para él, que tan sólo tenía 26 años de edad, fotografiar a Marilyn era un sueño cumplido y su gran oportunidad.
El lugar elegido para realizar las fotografías fue la suite 261 del Hotel Bel Air de Los Ángeles. Stern se presentó puntual cargado con su equipo fotográfico y con unos paños casi transparentes que Vogue le había proporcionado, pero tuvo que esperar cinco horas a que ella apareciera. Era algo frecuente, su impuntualidad era tan famosa como ella misma.
Stern esperaba que ella quisiera acabar pronto con la sesión, sin embargo manifestó tener todo el tiempo del mundo, con lo cual todo fue más relajado. El momento más tenso para Stern fue cuando le pidió posar desnudas, cubierta tan sólo por los paños casi transparentes, pero ella estuvo de acuerdo, tan sólo le preocupó que se viera la cicatriz de una reciente operación de vesícula, pero él se aseguró que no era nada que no pudiera ser retocado.
Marilyn no se maquilló, tan sólo un poco de lapiz de labios y de perfilador de ojos, se mostró tan natural como era y posó encantada complaciendo a Stern en cada pose que él le sugirió sin más aderezo que la tela y la música de los Everly Brothers que él había seleccionado.
Las fotos, bellísimas, gustaron mucho en la redacción, y solicitaron dos sesiones más, ahora con algo de ropa, al fin y al cabo se trataba de Vogue, una revista de moda. Las sesiones se llevaron a cabo y en Vogue prepararon el texto del artículo.
Para decidir qué fotos elegir, decidieron enviar a Marilyn varias hojas de contacto y las diapositivas en color, ella las seleccionó tachándolas con un rotulador rojo casi transparente en las hojas de contacto, mientras que tachó las diapositivas con una horquilla, lo que las dejó totalmente inservibles. En Vogue se decantaron por un reportaje en blanco y negro.
Todo estaba listo para la publicación cuando el 4 de agosto los informativos dieron la noticia, Marilyn Monroe había sido encontrada muerta, se había suicidado la noche anterior.
Vogue suspendió la publicación inmediata, cambió el titular y entre las fotografías publicadas en el que sería el adios a Marilyn se incluyeron aquellas que ella había señalado con rotulador. Marilyn había tachado las fotos y se había tachado a si misma, con una cruz, anticipando así la noticia de la muerte que ella misma se produjo días después de que se tomaran aquellas fotografías míticas.
© Bert Stern
En el año 1980 Annie Leibovitz era una fotógrafa veterana dentro de la plantilla de la revista Rolling Stone. Había comenzado a trabajar para ellos diez años antes, y en todo ese tiempo pasó de pequeños encargos a ser la estrella de la publicación con reportajes como el que hizo para los Rolling Stones.
Durante gran parte de su trabajo en la revista, Annie adoptó un estilo de fotoreportaje periodístico, pero después de tantos años intentaba dar otra orientación a su trabajo optando por fotografías más estudiadas, más artificiales tal vez pero llenas de contenido y significado. Por eso mismo, cuando le encargaron retratar a John Lennon para la portada pensó en fotografiarlo abrazado a Yoko Ono, desnudo.
Yoko no era popular en Rolling Stone ni entre el público de la revista, y la idea de la fotógrafa de inspirarse en la carátula del álbum Double Fantasy, de Lennon, no era muy bien vista. Aún así confiaban en Annie y dejaron que hiciera lo que considerara oportuno.
Annie Leibovitz se presentó en el apartamento que la famosa pareja tenía en el edificio Dakota de New York donde la esperaban para la sesión fotográfica. En principio quiso retratar a Lennon en solitario pero él insistió en que ambos deberían aparecer en la portada de Rolling Stone. Annie pidió, temiendo una negativa, que Lennon se desnudara para abrazar a Ono, pero él accedió sin dudarlo a todos sus requerimientos y de este modo fue realizada la mítica fotografía.
Annie finalizó la sesión satisfecha y abandonó el edificio. A las cinco de la tarde, sólo cuatro horas después, Lennon y Yoko Ono salieron del edificio para mezclar “Walking on thin Ice” una canción de Ono en la que Lennon era la guitarra principal. A la puerta del edificio les esperaban varios admiradores en busca de autógrafos y entre ellos Mark David Chapman quien, tras esperar a que Lennon le firmara una copia de Double Fantasy, le disparó cuatro veces ocasionándole la muerte.
Rolling Stone publicó la foto en la portada el 22 de enero de 1981, ningún texto la acompañaba.